Los deseos de un difunto

Voy a contar una historia de esas de risa y muerte que tanto nos gustan a los españoles. A mí, al menos.
Me la contó mi primo Ignacio que es un buen contador de historias. Puede que pasara en mi pueblo, en el tuyo, o puede que sólo fuera una anécdota para pasar el rato.

LOS DESEOS DE UN DIFUNTO
El día no pudo amanecer más triste para la familia Ruipérez, su madre, enferma desde hacía un año y medio, decidió que octubre era el mes elegido para subir al cielo. Son muchas las personas mayores que odian el otoño porque, aseguran, "en otoño se mueren más viejos". De ahí que celebren la llegada del invierno y la Navidad con especial énfasis.
María Dolores (Doloretes) Segura, viuda de Ruipérez, madre de Joaquín y María Dolores, falleció el día primero del mes de octubre pero se había dejado "las cosas" preparadas desde hacía mucho tiempo. Por suerte para su familia, por desgracia para su cuerpo que sufría una enfermedad degenerativa que ella, Doloretes, llevaba de maravilla.
-Hija, yo ya he vivido lo mío -le decía a su hija María Dolores. Pero a su hija no le convencía ver a su madre sufrir. Aunque sabía que Doloretes era de esas personas amables, sonrientes, alegres, de las que todos los vecinos quieren cruzarse por la calle para animarse en los días malos, en las horas bajas. De las que quieres que se sienten contigo en las reuniones vecinales, en las comidas de fiestas.
El día llegó y ella lo asumió, como asumido lo tenían Joaquín y María Dolores quienes, después llorar, hacer llamadas, llorar, y abrazarse, empezaron a pensar en esas cosas triviales que conforman un funeral.
La primera de ellas, recordar los detalles que su madre había dejado atados y bien atados.
-Llevo treinta años pagando el Ocaso para que luego no tengáis que complicaros ni pagar ni un duro.
Sólo faltaba un detalle, la ropa que su madre debía llevar en el féretro, una ropa especial, guardada en el altillo del armario de la habitación de matrimonio de los difuntos Doloretes y Quim, padre de Joaquín y María Dolores.
Joaquín se subió a una silla, estiró los brazos y alcanzó la caja de cartón, una caja grande, de color marrón, limpia de polvo. Se la pasó a su hermana que apenas podía contener las lágrimas.
Colocaron la caja sobre la cama que fuera de sus padres y la abrieron.
Al principio no pudieron abrir más los ojos, luego se miraron entre ellos con cara de sorpresa, más tarde pensaron que su madre era así, había sido así toda su vida y no iba a cambiar a la hora de pasar a mejor vida.
-Pero, ¿esto?
-No sé, tú estabas conmigo el día que dijo que quería llevarlo en su entierro.
-Sí, lo recuerdo, pero, ¿esto?
Así dialogaban Joaquín y María Dolores frente a un vestido de sevillana que su madre solía utilizar en los bailes de la asociación de barrio. Un vestido blanco nuclear, con topos rojos y volantes.
Una mujer alegre, especial, bromista, una mujer que supo llevar la enfermedad sin molestar.
Nadie hizo comentarios al respecto, ni los trabajadores del Ocaso, ni la familia más cercana, nadie. Los deseos de un fallecido no se ponen en cuestión y, a fin de cuentas, qué más da un hábito que otro.
Enterraron a Doloretes después de una misa corta donde el sacerdote no pudo sino hacer sonreír a los asistentes recordando anécdotas de una mujer, por otro lado, bien querida en el pueblo.
Tras las lágrimas, los pésames y el leve sufrimiento de ver cómo el enterrador coloca el yeso, los gestos se fueron aligerando, las conversaciones trivializando y las palmadas en la espalda se mezclaron con los cigarros y los compromisos futuros de primos, sobrinos, tíos y amigos de la familia.
A inicios de octubre Doloretes estaba descansando. Sus hijos cerraron la casa y volvieron a sus trabajos porque en épocas de crisis, mejor no pedir días de permiso establecidos en convenio. Se citaron para el fin de semana en casa de sus padres y empezar a organizar cualquier fleco legal que su madre no hubiera concretado ya.
El sábado por la mañana Joaquín y María Dolores se encontraron en el salón, se dividieron el trabajo: papeles para los mayores, la ropa la podrían sacar de los armarios Andresito, de diecisiete años, y su prima Loli, de diecinueve.
Doloretes fue clara: dar la ropa a quien la necesite.
Mientras revisaban sobre la mesa camilla el testamento y la poca documentación que su madre tenía, sus hijos los llamaron desde la habitación de sus abuelos.
-¿Qué queréis? -Dijo Joaquín elevando un poco la voz.
-Papá -contestó Andresito-, es que no sabemos bien dónde colocar este vestido.
-Los vestidos en un montón, ya los repartiremos después -contestó María Dolores.
-Ya, mamá, ya. Eso hemos hecho con el resto de vestidos del armario. Pero este no estaba con los demás.
Joaquín y María Dolores se miraron confusos, se acercaron a la habitación y miraron el vestido negro que sus hijos no se atrevían a sacar de una caja escondida en un rincón del armario de la habitación de sus difuntos padres.
Un vestido por estrenar, colocado con pulcritud en papel de envolver dentro de una caja de Moda Ana López.

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